Vas andando por un pasillo para hacer el transbordo de una línea
a otra, delante de ti una chica joven (18-20 años) rebusca algo en su bolso,
saca el móvil pero al mismo tiempo se le cae un billete arrugado de cinco
euros, te agachas y lo recoges, te lo podrías quedar, nadie te ha visto cogerlo
y aunque te vieran seguramente nadie te diría nada, sólo te mirarían con envidia porque te ha tocado a ti el premio, pero tú sabes lo angustioso
que es andar por ahí sin dinero, y la rabia que da perder un billete, y además,
te remordería la conciencia pensando en la chica cuando te gastaras los cinco euros, su billete, así que
aceleras unos metros, llegas a su altura, llamas su atención con un toquecito
en el brazo y le dices “Se te ha caído esto”, como si “esto” fuera un paquete
de chicles o un calendario de esos que te dan en una tienda de marcos de fotos,
pero a lo mejor es todo el dinero que la chica tiene para gastar hoy durante
todo el día, y ella te mira tímidamente y dice “ay, gracias” y coge el billete
y esta vez lo guarda a buen recaudo en su monedero.
Estás en el vagón de la línea 10 viajando en dirección norte,
pasas Nuevos Ministerios, luego Lima, que ahora absurdamente llaman Santiago
Bernabéu, la megafonía anuncia la siguiente parada: “Alonso Martínez”. La gente
se queda perpleja, comentan el error con sus vecinos de asiento, una conversación
intensa durante diez segundos y luego muerta, algunos miran y remiran por la
ventanilla para asegurarse de que avanzan en la dirección correcta, que
la siguiente estación que cruzará el tren es Cuzco y no Alonso Martínez como ha dicho la voz robotizada del
altavoz, como si sus ojos y su sentido de la orientación (ni siquiera eso, su mecánica
rutina diaria) pudieran fallar pero la tecnología no.
Y luego todavía me preguntarán que porqué no me saco el
carnet de conducir.
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