martes, 30 de marzo de 2010

Balones perdidos


Todo niño ha soñado con ser futbolista de mayor. Por eso, los futbolistas profesionales tienen esa categoría de admirados semidioses: son los escogidos, los privilegiados que encarnan el sueño evaporado de millones de adultos. Por eso también, casi todo el mundo se considera un experto en fútbol: yo podría jugar en el puesto de ese torpe lateral, yo podría entrenar este equipo, y lo haría mejor que todos ellos…


Es más, muchos no sólo soñaron con dedicarse al fútbol, sino que creyeron, estuvieron sinceramente convencidos de que reunían las cualidades necesarias para ello. Después, las circunstancias de la vida lo impedirían, pero la materia prima, el talento, ahí estaba.


Así que siempre que pases por un parque, una plaza, cualquier sitio donde unos niños juegan al fútbol, todavía con la ilusión intacta de ser los Messi o los Casillas de mañana, verás a un adulto pendiente de que se les escape el balón y ruede cerca suyo. Entonces lo atrapará y le dará unos toques sin dejarlo caer al suelo, o lo devolverá a los niños con un pase de fantasía, intentando demostrar (¿a quién? A sí mismo, claro) que el mundo se perdió a un portentoso jugador.


Y seguirá su camino momentáneamente satisfecho con la exhibición, pensando con nostalgia “Aahh, qué fino interior habría sido yo”.

viernes, 26 de marzo de 2010

Esa sonrisilla


Hoy he visto a una grúa llevarse un coche aparcado en segunda fila. Había por lo menos (pasé rápido y no me paré a mirar mucho) tres personas contemplando la escena con cierto gesto de satisfacción.


Como cuenta Javier Cercas en su magnífico “La velocidad de la luz”, cuando le sucede una desgracia a alguien que conocemos sentimos dolor, compasión, solidaridad… Lógico y humano.


Pero en el fondo, lo reconozcamos o no, también sentimos alivio, incluso si la desgracia le ha tocado a un familiar o un amigo muy cercano, por la sencilla razón de que le ha tocado a otro y no a nosotros.


Supongo que eso también es humano.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Los pequeños Bonapartes


Algo tiene que tener el poder, que a tanta gente le atrae ejercerlo.

Aunque sólo sea en mínimas dosis:

el empleado que atiende en una ventanilla, y fastidia en lo posible al cliente en lugar de ayudarle.

el conductor de autobús que te ve esprintar 50 metros, y arranca dándote con la puerta en las narices.

el oficinista de medio pelo que tiene a su cargo a un becario, y le deja salir a tomar el café de las 11 como si concediera la última voluntad al reo a punto de ser fusilado.

Los pequeños Bonapartes:

tiranuelos de bolsillo, dictadorcillos de salón.

Impositores de sus mezquinas voluntades,

mangonean donde no les corresponde

esgrimiendo su frase favorita:

“Como quieras”

(imperativo disfrazado de atención: “No, como quiero yo no, como quieres tú, bastardo”).

Si te topas con uno de ellos…

Waterlooooooooooooooo!

miércoles, 17 de marzo de 2010

Tanatorio


La muerte de un familiar me hizo visitar hace poco el tanatorio de Tres Cantos, al norte de Madrid. Me llamó la atención su modernidad, su funcionalidad, su pulcritud..


Desde que entras en el edificio, donde te atienden unas eficaces empleadas en traje de chaqueta detrás de un gran mostrador, parece que estás en un centro de negocios o de convenciones. Todo es tan ordenado, espacioso, luminoso, aséptico, tan alejado de la sordidez de la muerte...


Incluso las mismas salas donde se reúnen familiares y conocidos. Los cubículos donde se instala el ataúd detrás de una gran vidriera están apartados del espacio principal, como si no quisieran recordar a nadie que allí reposa un cadáver.


Más detalles esmerados: folletos que explican cómo encarar la muerte de un familiar, con precisas aclaraciones sobre la diferencia entre angustia (inevitable al principio) y dolor (el que se queda para siempre). Vitrinas que exponen todo tipo de urnas crematorias, algunas diseñadas para adornar el salón de casa en una mezcla de gusto macabro-kistch. Hasta un panfleto haciendo publicidad de un cementerio para mascotas.


¿Tanto miedo le tenemos a encarar la muerte, que hasta en el sitio donde se despide a los muertos parece que hay que maquillarla?


viernes, 12 de marzo de 2010

Digestiones literarias


Hay libros que se te atragantan, imposibles de digerir. En cambio otros te entran como un caldo caliente en una noche de invierno.


Acabo de abandonar por segunda vez las “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar. La primera vez no pasé de diez páginas, ahora he llegado a la 160. Creo que no es tanto una cuestión de fondo como de forma. Me empalaga tanta retórica, aunque al principio me pareciera que la traducción de Julio Cortázar era una obra dentro de otra (¿se dice metaobra?). De admirable pasó pronto a parecerme cargante, aunque supongo que el problema viene del original.

He empezado “Los detectives salvajes”, de Bolaño, con quien tenía una cita largamente aplazada. No he necesitado más de diez páginas para engancharme. Por suerte me quedan 640 por delante, y luego las más de mil de “2666”.

martes, 9 de marzo de 2010

Nieve


Lo que más me gusta de la nieve no es verla caer, ni la manera en que transforma y embellece hasta las vistas más cotidianas o insípidas.


No.


Lo que más me gusta de la nieve es el silencio blanco.


Si caminas por la calle después de una gran nevada, o mientras la nieve cae alrededor, quedarás envuelto por el silencio blanco.


Te darás cuenta de como los sonidos se amortiguan, rebotando en las superficies acolchadas por la nieve, y llegan a tus tímpanos tenues, suavizados.


Incluso si afinas el oído, percibirás un envolvente ruido blanco, como si flotaras en una nube, como si sintonizaras una vieja radio de dial en una frecuencia donde no emite ningún canal.


El silencio blanco, como lo describió Jack London, puede ser terrorífico si te atrapa en uno de esos lugares donde la naturaleza se vuelve implacable.


Pero en Madrid, cuando cuaja una de esas rarísimas grandes nevadas de año en año, te proporcionará un momento de dulce paz.

jueves, 4 de marzo de 2010

Cirugía casera


De pequeño siempre me gustó todo lo de montar: el Exín Castillos, los puzzles, cosas así. Cuando era necesario el montaje, siempre era yo el encargado de ensamblar los regalos de los Reyes o los cumpleaños. Me acuerdo que una vez armé el barco pirata de los Clics. Decidí no poner una barra de metal en el fondo de la bodega. Pensé ingenuamente que con ella dentro el barco se hundiría. Todo lo contrario: la pieza hacía de contrapeso con el hueco del interior del casco, y ese equilibrio era lo que conseguía que el barco flotase. Sin la barra, nunca flotó. Apúntenmelo como trauma infantil.


Después me aficioné a destripar todo tipo de aparatos electrónicos o mecánicos: relojes, walkmans, calculadoras... Me gustaba ver sus entresijos, abrir la carcasa y mirar los circuitos, los mecanismos internos, las tripas de los cacharros. Cuando algún trasto se estropeaba en casa, antes de llevarlo a la tienda de reparaciones siempre le echaba un vistazo para intentar un arreglo casero. A veces tenía éxito: sólo era cuestión de limpiarlos o de ajustar alguna pieza que se había movido de su sitio.

De vez en cuando todavía le meto mano a algún aparato: antes de desahuciarlo o llevarlo al servicio técnico, intento una operación a vida o muerte. Acabo de tener éxito con la cámara digital: había dejado de funcionar este verano. Es una cámara muy buena, de las que hace cinco años costaban casi 500 euros. Hoy las hay más baratas, más estilizadas, con enormes pantallas y con infinidad de innecesarios megapíxeles, pero mi vieja Sony DSC es de esos trastos sólidos, diseñados para aguantar años: eficaz, duradera, solvente.

La operación resultó un éxito. Tal y como sospechaba, algún granito de arena de playa se había colado en el mecanismo de apertura de la lente, tan delicado que basta esa microscópica intrusión para bloquearlo. Limpiar y ajustar, y lista para funcionar otros cinco años. Me pregunto cuánto me habrían cobrado en un servicio oficial de reparaciones por hacer eso mismo.

Mi mujer se asustó cuando me vio con la cámara y un destornillador en la mano (“La vas a terminar de fastidiar”). Hay que tener una cierta osadía para hacer algo así, pero también hay que perder el miedo a hurgar bajo la cubierta de las cosas. Por todo eso, a mi hija la dejaré jugar con circuitos integrados.